El autor analiza la realidad de India, cuyo proyecto político se encuentra seriamente amenazado por el conflicto cachemir, la guerrilla maoísta, las demandas de secesión y las protestas contra el expolio de las multinacionales y la violencia policial o en favor de mejores condiciones de vida.
Txente REKONDO, Gabinete vasco de Análisis Internacional (GAIN)
Este verano ha sido uno de los más trágicos en la ya compleja situación cachemir. La ocupación y partición del territorio en tres estados (India, Pakistán y China) ha condicionado siempre su devenir. Hace 22 años, la lucha armada del JKLF convulsionó la realidad cachemir, pero hechos posteriores debilitaron a esta organización y cedieron protagonismo a otras fuerzas de carácter islamista que mantuvieron el pulso con el Gobierno indio.
En los últimos años se habían producido menos víctimas mortales, pero este verano, con ya un centenar de muertos por disparos de las tropas indias, la actualidad del valle de Cachemira ha saltado nuevamente a las primeras planas informativas.
Durante estas dos décadas, los gobiernos federales indios han utilizado la represión como arma principal para sustentar su ocupación y sus argumentos. Torturas, detenciones, desapariciones, secuestros, ejecuciones extrajudiciales... han sido los ingredientes del guión indio. La coyuntura internacional, el papel de Pakistán y las divisiones del movimiento cachemir también han influido.
Algunas cosas están cambiando en Cachemira. Pese a los tópicos que siempre ha defendido India (mano extranjera-Pakistán; presencia jihadista) la fotografía actual dista mucho de contar con esos ingredientes. Los jóvenes, armados con piedras frente a las balas indias, han dado la espalda a Pakistán y a las organizaciones apoyadas por Islamabad.
Hace poco, el escritor paquistaní Tariq Ali comparaba la situación de Cachemira con la de Palestina. Salvando las distancias manifestaba que «están luchando, como los jóvenes palestinos, con piedras. Muchos han perdido su miedo a la muerte y no se rendirán. Ignorados por los políticos locales, abandonados por Pakistán, están desarrollando un espíritu de independencia que no será fácil reprimir. Es improbable, sin embargo, que el primer ministro de India y sus colegas les presten atención... ».
Porque los gobernantes indios siguen apostando por una solución «bilateral», obviando la ocupación china, pero sobre todo silenciando la voz del pueblo cachemir. Los dirigentes cachemires llevan años diciendo que cualquier salida negociada debe contar con la participación directa de los representantes legítimos de Cachemira, ya que de lo contrario sería poner falsos parches a la situación.
Además, la propaganda india (la supuesta trama islamista-musulmana) se queda sin argumentos ante la interpelación de los propios cachemires que se preguntan dónde están los musulmanes indios para apoyarles. Lo que es evidente es que pese a todo, en Cachemira no hay un conflicto religioso, sino una demanda de libertad y autodeterminación de un pueblo ocupado desde hace décadas.
Pero desde hace meses otro conflicto cobra también cada día más peso y protagonismo en India. La lucha armada que mantiene el Partido Comunista de India (PCI, maoísta) se ha convertido en la primera preocupación en materia de seguridad para el Gobierno indio. Los continuos ataques contra las fuerzas policiales y paramilitares, las infraestructuras estatales y las multinacionales extranjeras han situado a los maoístas indios en el punto de mira prioritario de Delhi.
Desde hace meses, la capacidad operativa y organizativa del PCI le ha permitido extender su área de intervención a nuevas zonas de India, por lo que su presencia abarca ya cerca de un tercio del territorio de India, y además parece que está comenzando a dar el salto de las zonas rurales y las junglas a los centros urbanos. La respuesta del Gobierno indio, al igual que en Cachemira y en otros conflictos, es la represión y el llamamiento a un diálogo que nunca arranca.
La política del palo y la zanahoria. Mientras que los maoístas han expresado su disposición a entablar negociaciones bajo algunas condiciones (dimisión del ministro P. Chidambaram, mediadores independientes y alto el fuego bilateral de tres meses), la respuesta india han sido más operaciones militares contra la guerrilla y la eliminación de los portavoces maoístas (en julio la Policía mató a sangre fría a Chemkuri Rajkumar, Azad, miembro del politburó del PCI y jefe-negociador en la negociación propuesta al Ejecutivo indio).
Como señaló recientemente la escritora india Arundhati Roy, «es completamente asumible que si en los prolegómenos de una negociación, una parte da muerte a los enviados de la otra parte, aquella no busca la paz».
La lucha en Cachemira, la guerrilla maoísta, las demandas de secesión de los pueblos del noreste y las protestas populares contra las grandes presas, las empresas mineras, la incautación de las tierras por parte de multinacionales en zonas económicas especiales y la violencia policial o en favor de una mejora sustancial de la vida de la mayoría de la población india, son parte del abanico de «problemas» que amenazan seriamente el actual proyecto indio.
La realidad india se aleja bastante del estereotipo que presentan en algunos medios. Su crecimiento macroeconómico contrasta con la pobreza que afecta a la mayor parte de sus habitantes (hoy India tiene más pobres que los que suman los 26 estados más pobres de África). Las diferencias sociales son más que evidentes; el sistema judicial está completamente anticuado; las instituciones políticas asumen una corrupción endémica; las infraestructuras sociales (educación, salud) apenas cubren los mínimos necesarios... India, pese a los edificios modernos y a algunas industrias es una «realidad sustentada en la pobreza de su pueblo».
Las divisiones políticas y personales de sus dirigentes son un factor importante. La rivalidad y la burocracia, junto a la corrupción, encuentran el campo abonado. La clase política sólo busca llenar sus bolsillos y no duda en abrir las puertas del país a las grandes corporaciones y al capital privado que se aprovecha para depredar libremente (tierras, minas, sueldos mínimos...).
El triunvirato (Manmohan Singh, Sonia Gandhi y Rahul Gandhi, repartiéndose poder e influencia) en el partido gobernante tampoco contribuye a corregir la situación. Si India quiere un futuro más estable debe corregir de raíz los problemas que hoy le aquejan, y no parece que las políticas del Gobierno vayan en esa dirección.
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