Golu, un niño dalit en uno de los suburbios de Varanasi (India).
Golu se levanta cada día sin despertador. No tiene, ni siquiera sabe lo que es. Pero lo que sí sabe es que, antes de salir el sol, debe abrir los ojos y salir a las calles para recoger basura. Se frota los ojos, agarra su saco, lo apoya en su hombro y empieza a caminar. Vive en Varanasi, la ciudad sagrada del hinduismo, en India. Le rodean templos, los primeros cánticos, bolsas de plástico, vacas, insectos y algunas cabras. Prefiere salir a esa hora, cuando las calles están repletas de objetos que puede reciclar y vender y la muchedumbre todavía le permite transitar con más espacio. Pero, sea a la hora que sea, cuando deambula en busca de desechos es como si no existiera, nadie le dirige la mirada. Se torna invisible y es considerado “impuro” por estar en contacto con la suciedad. Así lo afirman las personas indias de casta superior, traduciéndolo al despiadado vocablo “intocable” en referencia a que se evita el acto de tocarlos para no perder su grado de pureza.
Los excluidos se denominan dalits (oprimidos, en hindi) para reflejar la discriminación y sometimiento del que son víctimas. A pesar de su lucha constante desde los años veinte, que llevó a la supuesta abolición de este sistema de clases en 1950, a día de hoy sigue vigente y nunca se suprimió el estigma en la vida real y unas 200 millones de personas en todo el país son consideradas intocables.
La discriminación acarrea todo tipo de agresiones, siendo repudiados, insultados y expulsados de lugares públicos. Según Human Rights Watch, cada año son registrados en India más de 100.000 casos de violaciones, asesinatos y otras atrocidades contra los dalits, muchas de ellas cometidas por la propia policía y sustentadas por los latifundistas y las autoridades locales.
Unicef cifra en 15 millones los niños y niñas dalits que trabajan en condiciones de semiesclavitud por míseros salarios en la India. Más de la mitad de ellos son intocables, lo que significa que no pueden terminar la educación primaria debido, en parte, a que son humillados por sus maestros y maestras.
Golu regresa todos los días a las 10 de la mañana con la bolsa llena y su estómago vacío en busca de algo de pan para desayunar. Comerá si hay suerte y hay algo para cocinar; si no, deberá esperar a la hora de almorzar para ingerir el único alimento del día. No le importa comer siempre lo mismo.
Le llaman Golu (regordete, en hindi), aunque se trata de un mote que le quedó cuando era pequeño. Durante los pocos meses en que tuvo oportunidad de ir a la escuela (ahora, a sus 12 años de edad, ya es considerado un adulto), le asignaron el nombre de Sameer, pero a él no le gusta y, fuera del aula, le cuesta responder a ese alias. En realidad, no tiene nombre. Tampoco posee registro de nacimiento, como la mayoría de niños y niñas dalit, por lo que muchas y muchos de ellos son secuestrados o vendidos a cambio de dinero. La trata de personas, la prostitución, la venta de órganos o los niños soldado son algunas de las consecuencias sufridas por algunos, a menudo escondidos bajo la falsa apariencia de trabajo doméstico infantil.
El tráfico de niños ha alcanzado dimensiones alarmantes y cada año mueve unos beneficios de más de 30.000 millones de dólares. En los últimos 30 años, más de 30 millones de mujeres, niñas y niños han sido víctimas de este grave problema en Asia, con el único propósito de explotación sexual, según Unicef. Todo menor que no haya sido inscrito en el Registro Civil es considerado un apátrida. No hay prueba alguna ni de su edad, ni de su origen, ni tan siquiera de su existencia. El niño pasa a ser un incorpóreo ante los ojos de la sociedad y una presa fácil para todo traficante.
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